Maximiliano Curcio
Argentina se erige, junto con México y Brasil, como una de las tres grandes potencias del cine latinoamericano. Su profuso legado así lo comprueba. Aún con las limitaciones de cualquier industria cinematográfica que no pertenece al primer mundo, nuestro cine ha sabido labrar un relato repleto de obras, artistas e historias inolvidables. Si se trata de hitos que marquen el sino de nuestro rumbo, el cine argentino posee una serie de escalas insoslayables.
En lo estrictamente cinematográfico, el recambio generacional que naturalmente acontece, como en todo proceso, comenzó a vislumbrarse entrado el nuevo milenio, a medida que ideas renovadoras fueron evidentes signos de madurez y ayudaron a renacer un cine que cerraba sus heridas del pasado, sin olvidar culpas propias ni perdonar errores amparados en una etapa nefasta y aciaga, donde el medio conspiraba contra la idea. Sólo se trató de romper el libreto estipulado, librarse de las ataduras y "empezar a vivir algo nuevo", como decía acertadamente José Sacristán en el célebre monólogo de "Solos en la Madrugada". Un daño que llevó décadas reparar.