Autora: Gilza Córdoba
María llegó a su casa extenuada después de seis horas de viaje en bus con sus hijas y lo primero que advirtió al abrir la puerta de la pieza principal de su casa fue una atmósfera extrañamente pacífica.
Quelila, de quince años, y Rania, de diez, también notaron que había algo diferente. Quizá porque encontraron cerradas todas las celosías y habían arrancado con esmero la hierba que se amontonaba en el fondo de la terraza dejando intactas las rosas y los helechos.
—Quizá — pensó María. Y terminó de arrastrar la pesada maleta de viaje adentro de la sala, dejándola al pie del sofá.
Entonces, aguijoneada por una corazonada, fue directo a su recámara con las niñas tras ella y allí encontró la respuesta que estaba buscando, enganchada con un alambrito a la malla de aluminio de la celosía.
Pensativa, volvió la cabeza y miró a sus hijas por un instante. Pero no encontró ninguna razón legítima para ocultarles el contenido de la carta. Las sabía provistas de un juicio precoz y eran casi unas mujercitas que además ya estaban revoloteando a su espalda con la intención de ver por encima de su hombro lo que decía esa hoja de papel ocho y medio por once doblada a la mitad.
—¿Es de papá? –preguntó Rania, casi en un susurro.
—Sí — respondió María.
Entonces se colocó los anteojos que le colgaban de una cadenita al cuello y leyó en voz alta para las tres:
“Adiós. Debo sanar mis heridas”.
No estaba firmada, ni decía más.
No le extrañó que se hubiera marchado. Lo veía venir. Las últimas semanas antes del viaje a Santiago habían sido las más difíciles. Ni él mismo podía con él. A las tres les dolía regresar a casa para volver a la rutina de mirar nerviosas el reloj porque él siempre llegaba a la misma hora. Lamentaban tener que asomarse por la ventanita de la sala que daba a la calle, para estar atentas cuando bajaba la loma con los estertores del sol y así anticiparse un poco a su llegada y al miedo.
Lo que sí le causó extrañeza fueron esas palabras: “…Debo sanar mis heridas”. Qué descaro, pensó. Como si hubiera sido él, el que hubiera sentido en su espalda el acecho de la soledad. O el que hubiera llevado a cuestas la cruz de haber estado unida por veinte años a un alcohólico. E hizo con la cabeza el ademán de rechazar una idea mientras sus ojos irradiaban una vaga expresión de rencor.
Volvió a mirar a las niñas. Estaban conmocionadas, pero con ánimos. A Quelila la notó eufórica. Había abierto el gavetero donde guardaba la ropa de adolescente que su padre le prohibía usar y la fue sacando para colocarla en un sillón hasta formar una pila con ella.
A Rania la advirtió serena pero llena de energía mientras iba abriendo todas las ventanas para que entrara el aire. “Ahora mis muñecas, están a salvo”, pensará seguramente la beba, estimó. Y es que en una ocasión Mauro, en un acceso de ebriedad, las quemó todas en una hoguera encendida con un cigarrillo alegando una venganza contra ella, incluso a la Heidi, la favorita de Rania. La muñeca de tela que siempre llevaba bajo el brazo, aun cuando había perdido los colores y parte del cabello de lana que le colgaba en trenzas de la cabeza.
Por instantes, las tres se miraban entre ellas para tratar de hurgar en lo que la otra sentía, pero ninguna pudo discernir a ciencia cierta si aquel era un momento triste o feliz.
Entonces salieron juntas a la terraza en donde se asomaba, taciturno, el atardecer. Por un instante el rostro grave de sus hijas le dio a María la impresión de que de un momento a otro habían crecido. Se sentó en la mecedora que estaba allí invitándola a ocuparla, mientras las niñas jugaban queditas, como aguardando algo. Hasta que vieron que el sol se escondió por completo en el horizonte y en ese momento respiraron tranquilas.
Esos fueron los primeros minutos de sus nuevas vidas.
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