Cuento: El cabildeo de José María Sánchez

Autor: Luis Thurber

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Ambientación

De esos primeros encuentros, 

esperaba que ellos pudieran contarme sus interesantes cuentos.

Pero me miraban con extrañeza, con pensamientos llenos de maldad; 

sabían que yo no era parte de su disparatada bajeza. 

Al seguirme sus miradas, me sobrevino el asombro 

y me envolvió el olor a orine en la barriada. 

Aún atolondrado, percibí cómo me contemplaban 

aquellas estatuas de bronce ilustres y en abandono.

Me relajé y comencé a escuchar lo que hablaban. 

Oí el sin sentido de dos o más amigos, 

mientras fumaban sus cigarrillos, 

 como si les faltaran, desde siempre, algunos de los tornillos.

Sabía que una magistral historia de ese barrio de Catedral 

debía ser contada, con mi pluma, fuente de palabras.  

En medio de ese comején vibrante escuché una profunda voz. 

Un indigente con inmensa afro cabellera, 

la que casi no nos deja ver su rostro calamitoso, me ha pedido una moneda

Su barba le cubre el pecho, como melena en descuido, 

la cual cubría en capullo, al que un día tuvo derechos.

Mientras otro a él parecido, descansa su flácida humanidad 

recostado en la pilastra de un honorable caudillo. 

Esa era la realidad de esas calles, 

que ahora son parte de nuestra historia, habitadas sin auroras. 

Algunos días después, regresé al colonial barrio y, 

mientras anochecía, los vi hormiguear en su calvario.

Escuché esta vez, a uno con espíritu de Victoriano, 

con el cholo atravesado, molesto porque en su estado de ebriedad, 

sobre su pacha de ron se había sentado. 

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Esta se le había roto y le cortó el glúteo, 

por lo que gritaba y maldecía tratando de tragar el cartucho.

Y después de un largo y doloroso silencio, 

comenzó a gritar: “¡Mátenme!, cualquiera que sea, pero ¡mátenme!” 

ante mi sorprendida mirada, ya que los otros continuaban encerrados en sus mundos, 

sin que a nadie les interesara.

Antes del anochecer, los últimos talingos, 

y mansas palomas, se agrupan en los altos esperando, 

un nuevo día para ver, a los incautos transitar.

EL CABILDEO DE JOSÉ MARÍA SÁNCHEZ

Al oscurecer en la tarde de aquel viernes veinticinco de julio y desconociendo yo que era el natalicio de José María Sánchez, fui nuevamente al barrio de Catedral. Me senté antes de que llegaran los casi dueños de las bancas y cavilo sobre el por qué había tantos problemas en esta nación rica y tan pequeña que, a ojo de cualquier líder mundial, debería ser muy fácil de gobernar. 

Irónicamente el nombre de Panamá traducido significa copiosidad de peces, que representan comida y abundancia de mariposas, que simbolizan nuestros sueños. ¿Dónde quedaban esas provisiones y a dónde volaban como cometas sin cuerdas, esos sueños?

Al poco tiempo, llegó a mi banca uno de los ancianos de cara reflexiva al que después de un rato pregunté: 

—¿En qué piensa? —pero él no se inmutó en darse por enterado.

Al hacerle una segunda pregunta, tornó sus ojos sorprendidos y me miró meditabundo ladeando su rostro, por lo que al instante pregunté:

—¿Es usted de aquí? ¿Es usted panameño?

Se desvistió de su dolor y cortésmente, respondió:

—Sí, soy panameño.

Y continué preguntándole:

— ¿Qué es ser panameño? —para comprobar que estaba conmigo.

Me respondió con esta historia:

«Una apacible brisa marina plena de salados olores comenzó a soplar, como si alguien  fragmentara compuertas de un eterno silencio; y de algún lado que no puedo precisar, se escucha la música de retretas pasadas, irradiando vida al encumbrado barrio colonial. Al escudriñar las estructuras que encierran la Plaza, solo se me ocurre que pueden venir de ese edificio del que cuelga un cartel, conmemorando el natalicio de José María Sánchez.

Los faros afligidos de poca pero acogedora luz alumbran las puertas y ventanas de arcos de capiteles decorados con rojas veraneras que se entrelazan en los balcones y pone lustre a la calzada de adoquines, de los que la caudalosa lluvia de dos días se ha llevado el mal olor a urea. Un grupo de restauración limpió, pintó y despejó este parque de viejos árboles de caucho, guayacanes y tamarindos».

Después de este recorrido visual, el anciano se puso de pie y dijo: 

—En este último cambio de gobierno, perdí mi trabajo. Sin duda fue el mejor que puede tener un panameño, el de mantenimiento de la plaza que alberga la bandera del Cerro Ancón. 

Distraje la atención del anciano, porque noté que un hombre de saco negro se había sentado cómodamente en una silla ubicada en el balcón del letrero, cerca de nuestra banca. Desde acá, se le distinguían pronunciadas entradas en su lacia cabellera y un delgado bigote de antaño. El señor, que me pareció conocido, se interesó atentamente en lo que se contaba. Es más, de su traje sacó una pluma con la que parecía escribir los detalles de la historia narrada, lo que me extrañó sobremanera.

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El humilde anciano volvió a hablar:

—Esa mañana, en la plaza que alberga la bandera del Cerro Ancón, donde trabajaba, miré el gigantesco pabellón y, aunque era un día de verano y soplaba algo de brisa, éste no flameaba. Creí que quizás, el viento no tenía la fuerza suficiente para hacerlo ondear. Y mientras lo observaba, pensé que tal vez estaba roto; así que le presté atención. Incluso, averigüé fechas de mejores brisas y al no verlo extenderse pregunté a los trabajadores más antiguos sobre lo que pudiera estar pasando. Le habían calculado mal el peso para bajar la calidad del material; o a lo mejor por ser muy pesado, no era capaz de ondear con el viento.

“Pueblo”, uno de mis compañeros se sonrió pícaramente, entonces asumí que algo indebido sucedía, pero no me lo iba a decir.

Toda esa primera semana, lo observé pero no ondeaba. La segunda semana, pensé que quizás lo estaba afectando con el mal de ojos, y preferí mirarlo de reojo, pero tampoco sucedió nada. Ya para la tercera semana, aprovechando cuando quedamos solos, tocaba tiernamente su base, hablándole para animarlo y noté una mirada triste en el azul melancólico de su estrella; mientras que la estrella roja, hundida en las depresiones de la tela, era imposible verla.

Así estuve por algunas semanas a escondidas acariciando su asta; le preguntaba cuándo se izaría nuevamente gallardo. Pero al no ver ningún cambio, pensaba, hasta en mi cama, que mi bandera estaba enferma. Pero todo lo que buscamos vehementemente provoca, en lo etéreo, una respuesta, quizás, no tan convencional como esperamos.

Una noche soñé con una cárcel local donde estaban dos sujetos encerrados, muy blancos y de apariencias macilentas, vestidos de saco y corbata; se distinguían entre todos los otros reclusos que usaban viejos pantalones cortos y chancletas. Los primeros, a pesar de su apariencia aristócrata, olían extremadamente mal y debido a ello, los otros reclusos le mantenían a distancia.

El custodio le dijo al de saco azul: 

—Corrupción, ¡venga pa´fuera! 

Éste, aunque hedía en gran manera, no afectó al custodio que ya estaba acostumbrado. Y añadió:

—Te dieron país por cárcel y puedes salir; debes firmar una vez cada seis meses, si no estás muy ocupado ese día.

En el sueño, ese siniestro personaje le dejó unos billetes en el bolsillo de la camisa al custodio, quien enseguida se sonrió. Luego en voz baja, le manifestó:

—Dile al jefe que gracias y que también tengo algo bueno para él, que no se preocupe, que pronto le haré llegar lo suyo.

Luego se escuchó otro llamado:

—¡Impunidad! —Al escuchar su nombre, soberbiamente miró por encima a todos y luego se sacudió el saco rojo, como la sangre de mi gente. Su gran boca y sus labios rojos desagradan por el intenso color. Al llegar este a la salida, dijo un ¡hasta nunca, muchachos!, riéndose y no dándole la mano al custodio, sino un saludo de un guiño de ojos y un largo shhh…, llevándose su índice verticalmente hacia a la boca, mientras se le comunicaba que quedaba libre por faltas de pruebas y, en otros casos, por haber caducado sus procesos. 

Viéndolos uno tras otro retirarse, grité: ¡noooo! Y me desperté sobresaltado.  

Al encender la luz de mi cuarto, vi la foto en la pared donde estamos varios compañeros bajo la triste bandera rojiazul. Me preguntaba si esta era la causa de la enfermedad de la bandera y al no poder conciliar el sueño, escribí esta poesía que leeré para ustedes.

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En ese momento había una veintena de personas alrededor escuchando la interesante historia, viendo la genialidad y dialéctica narrativa de este lúcido anciano cubierto por una vagabunda vestimenta. Él, con un manoseado y viejo papel que sacó del bolsillo y con emoción de vidente proclamó:

¡Bandera mía, hermanos panameños!

Grito silente en medio de ti.

Soy tu bandera, humor carmesí.

Desde el Ancón, siendo ignorada.

Sin recordar ya mis luchas pasadas.

Hoy extranjeros preguntan curiosos.

Desconociendo caminos gloriosos.

Cielos y viejos saben de etapas.

Treguas profundas que nadie relata.

Y cuestiono, pues sigo orgullosa.

Ondear quisiera de forma gloriosa.

Al final no cedo a los caprichos.

Y talan fuertes corruptos mi nicho.

Y te pienso sin poder socorrerte,

Sopla bandera, ¿no quieres moverte?…

Llenos de emoción, todos irrumpieron en aplausos. Al final, gritó ahogándose en lágrimas, contestó mi pregunta inicial: ¡Esto es ser panameño! Y concluyó: No es la bandera la que está enferma, es mi pueblo el que está en un estado trágicamente terminal. 

Luego hubo un largo silencio, mientras se sentaba lentamente cerrándose como las plantasdormilonas que abundan en el jardín del legendario parque; allí quedó con la vista levantada hacia el cerro Ancón, en un estado vegetativo, igual que cuando comenzó.

Los presentes cabildean y reparaban momentáneamente en los diferentes problemas nacionales, pero en mis arterias azules y en mis venas rojas, corren esos pestilentes personajes. Porque mi anuencia y poca rebeldía ante lo malo, me hace ser partícipe directo de sus equivocadas acciones. Todos, al confrontar nuestros rostros culpables, sentimos estos personajes en nuestro interior.

Luego de que todos se fueran del lugar, preferí quedarme un rato más sentado en la banca de ese parque de Catedral. Miré al personaje que seguía reflexivo, sentado en el balcón y, sin darme cuenta, me quedé dormido. Me despertó un guardia municipal, quien pensó que yo estaba ebrio, detuvo un taxi y me despachó para la casa.  En el camino, revisé y tenía todas mis cosas, así que me quedé con una rara sensación de todo lo que había pasado.

Al día siguiente, regresé queriendo revivir la mágica velada y noté el balcón diferente a como lo recordaba. Dudé que fuera el mismo sitio, porque no tenía colgado el letrero del natalicio de José María Sánchez, ni había nada allí.

Me acerqué a uno de los guardias de seguridad que cuidaba la construcción contigua y al preguntarle sobre dicho edificio, comentó que era la tercera persona que le indagaba por eso y, además, acotó:

—Del cartel, de la silla, del candelero y de aquel personaje en ese primer alto es imposible que existan, porque desde que me encuentro hace casi un año cuidando aquí, nunca nadie ha podido llegar a ese nivel, porque el edificio no tiene losas de pisos superiores, ni escaleras por dentro, solo mantiene paredes de la fachada exterior.

Al notar que no le creía, me llevó al viejo edificio hueco por dentro y quedé sorprendido, pues lo único que vi tirado en el piso, entre basura y hierba, y al parecer sin ningún valor, fue un enorme cartel donde se ve el nombre y la foto de José María Sánchez, igual al del misterioso personaje de anoche.

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