Autora: Gilza Córdoba

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No había manera de saber de dónde le venía esa rabia inmensa que ahora la desbordaba como un río salido de madre.


Anabel se sintió como un animal acorralado, aunque era ella la que blandía el cuchillo. Sus treinta y cinco kilogramos de peso resultaron suficientes para que desplegara una fuerza descomunal.

Su madre lanzó un grito de terror al verla. Al clavar la tercera puñalada Anabel escuchó una voz que le resultó conocida, golpes y el ruido metálico del tirador de la puerta que desde el otro lado estaban forzando. Pero siguió su labor. Al sexto embate del cuchillo perdió la cuenta; pensaba en Kiev, su mascota. El conejito que su madre había degollado con el mismo cuchillo que ahora la embestía. Solo cuando le costó asir el cuchillo con su mano adormecida, empapada con la sangre de su madre detuvo su violento frenesí y liberó la seguridad del tirador. Entonces su padre se asomó por la puerta entornada y lanzó un grito de espanto.


La fueron a buscar unos señores de uniforme verde en un auto que le pareció de juguete, con unas luces rojas y azules arriba. La llevaron a un edificio de tamaño descomunal lleno de enfermeras. El lugar estaba repleto de pasillos sin fin, escaleras que ella pensaba que subían hasta el cielo o que bajaban hasta lo profundo de la tierra.


Por primera vez alguien tenía cuidado de ella: le dieron una cama, medicinas y comida caliente a tiempo. Se sintió querida y no volvió a acordarse de Kiev, al que su madre había preparado en la cena el día que salió de aquella casa oscura para irse a la que sería su hogar.

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